Hay experiencias que quedan grabadas en la memoria personal o familiar. Así, un nacimiento, obtener un título o mudarse a una casa nueva forman parte de los recuerdos que disfrutamos; pero también dejan huella en el alma los hechos traumáticos como un accidente de tránsito, una enfermedad dolorosa, una traición. Otros acontecimientos, en cambio, son emblemáticos y pertenecen además a la memoria colectiva de un pueblo porque su impacto incide más allá de la cantidad de víctimas mortales y su entorno cercano.
La memoria de la sociedad acerca de un acto injustificable y tremendo como el atentado contra la Embajada de Israel es imprescindible. Sucedió el 17 de marzo de 1992, hoy hace 32 años. Aconteció en un lugar particular de una representación diplomática, pero la violencia se perpetró contra la Argentina en su conjunto, con víctimas argentinas y extranjeras que trabajaban allí, transeúntes, ancianas alojadas en un hogar en la vereda de enfrente, un sacerdote de la parroquia vecina… La muerte no seleccionó de acuerdo con pertenencias religiosas, oficios, edades o nacionalidades.
El atentado contra la Embajada debió haber sido tomado como una advertencia que al menos dificultara el llevado a cabo en puertas de la AMIA un par de años después, el 18 de julio de 1994. Sin embargo no fue así. Ambos acontecimientos nos hicieron tomar conciencia de modo dramático de uno de los fenómenos más terribles de la política mundial actual, como es el terrorismo internacional. Asistimos al fenómeno de la globalización del terror. En muchas ciudades del planeta crece la sensación del miedo a salir de casa y encontrarse con lo inesperado. Un recital, una obra de teatro, un partido de fútbol, una oficina, un centro educativo, el subterráneo… Para la violencia que irrumpe de modo insospechado nunca estamos suficientemente preparados.
La memoria reclama la Justicia. La incapacidad de la Argentina para completar una investigación seria, y encontrar y castigar a los culpables del atentado es algo que nos avergüenza. De este modo se ponen en evidencia desde otro ángulo las limitaciones de la Justicia en nuestro País. ¿Se puede aceptar que a 32 años no pase nada? ¿A quiénes beneficia la inoperancia? ¿Para quién trabaja la torpeza? La impunidad es una herida que nos duele profundamente a los argentinos. Algunos suman como “tercer atentado” el momento de la muerte sospechada de asesinato del Fiscal Alberto Nisman, rodeada de sombras de encubrimiento y signos de corrupción.
Es difícil pensar que el atentado no esté vinculado a la situación en Medio Oriente. Un conflicto que se extiende desde hace décadas y al que la comunidad internacional no ha podido o no ha sabido encontrarle solución. No desconocemos, sin embargo, el fabuloso negocio que significa para fabricantes de armas y traficantes de lo imaginable y lo increíble que el conflicto continúe y —de ser posible— se profundice. Siempre aparecen los que comercian para la muerte y se enriquecen con dinero que escurre sangre. Es claro que la solución no puede darse a través de la violencia, sino del diálogo y del esfuerzo por lograr una comprensión mutua. Todos los protagonistas deben llegar a reconocerse como hermanos más allá de las diferencias nacionales o religiosas. Debemos afirmar con claridad la inmoralidad intrínseca del proceder terrorista a nivel internacional y local. La violencia nunca conseguirá la paz y la justicia, como tampoco el robo, el despojo y el desprecio por la vida. Este proceder tiene algo de locura irracional y barbarie.
En la Argentina vivimos una situación excepcional que muchos no llegan a valorar pero que es un ejemplo para el mundo: la relación de respeto, amistad y hasta fraternidad entre distintas confesiones religiosas. La imagen de hace unos años del Papa Francisco abrazado a su amigo judío y a su amigo musulmán frente al muro del Templo de Jerusalén, se alza con un mensaje muy potente que demuestra que es posible superar las diferencias.
Francisco ha querido llevar esa experiencia al plano internacional. En su Encíclica Fratelli Tutti nos desafía a que “seamos capaces de reaccionar con un nuevo sueño de fraternidad y de amistad social que no se quede en palabras” (FT 6). Cada vez es más urgente la necesidad de “una nueva red en las relaciones internacionales, porque no hay modo de resolver los graves problemas del mundo pensando solo en formas de ayuda mutua entre individuos o pequeños grupos” (FT 126).
Es imperioso renovar el sueño del Profeta Isaías: “Con sus espadas forjarán arados y podaderas con sus lanzas. No levantará la espada una nación contra otra ni se adiestrarán más para la guerra” (Is 2,4). Jesús de Nazareth nos enseñó: “Felices los que trabajan por la paz” (Mt 5, 9).
Que las utopías de los buenos hagan retroceder a las fuerzas del mal.